Suele pasar en esta época del año que, al caminar por la acera de mi casa, me encuentre a cada tantos pasos con pequeños círculos de humedad. No llegan a conformar ni siquiera un charco, porque el calor ambiente se encarga de irlos secando con diligencia. Aunque si se formaran en invierno , tampoco llegarían a superar las dimensiones que adquiere en la calle una meada de ser humano o de perro. Y esto es así porque la fuente que alimenta estos intentos de oasis urbanos no es otra que el agua que cae, gota a gota, de los aires acondicionados. Estos embriones de charquitos me resultan particularmente antipáticos por la sencilla razón de que me recuerdan que yo no tengo aire acondicionado . Me dicen que allá arriba, en algún apartamento que no es el mío, alguien está muy a gusto en medio de la frescura de unos 20 grados. Ahora bien, ¿por qué no tengo aire acondicionado? Es una pregunta verdaderamente filosófica. Cada verano me pasa lo mismo: en medio del calor me digo que el año que viene, sin falta, pongo aire acondicionado en mi casa . Luego sucede lo de siempre: empiezan a bajar las temperaturas, la última semana de septiembre te reconcilia con la vida, los árboles preparan su postrer fulgor que anuncia el otoño, la más bonita de todas las estaciones, y uno se olvida del infierno que fue la existencia entre julio y agosto. Ya para el mes de abril yo debería comenzar a preocuparme, a tomar previsiones, pero ese el problema. El marketing del verano es tan eficaz que incluso engaña a quienes lo odiamos. Nos han vendido la idea de que uno se prepara para el invierno, no para el verano. Prepararse en el sentido instintivo de protegerse, resguardarse, hacer acopio de recursos y fuerzas. Para el verano, nos dicen, lo único que tienes que prever es el nivel de felicidad que estás dispuesto a experimentar. Esto, además, se enmarca en una discusión que no escapa de lo político. Antes de mudarme a España, viví tres años en Francia. En ambos países la social democracia ha sido endémica. Y tanto en Francia como en España, sobre todo en sectores de un sedicente progresismo, el aire acondicionado está mal visto. Vamos, que el aire acondicionado es de derechas. El aire acondicionado sería con respecto al aire natural lo que el McDonald's es a la comida orgánica. Entonces sucede que, si te toca la desgracia de viajar en coche en verano con alguno de estos veganos del aire, ellos preferirán bajar los vidrios para que entre el vapor de afuera antes que prender el aire acondicionado. Porque ellos pueden tragarse todo el 'smog' de una carretera, pero apenas enciendes el aire empiezan con su tosecita porque el aire acondicionado, ya sabes, es terrible para la garganta. A falta de uno propio me he vuelto un catador de aires acondicionados ajenos. De hecho, mis recorridos por la ciudad están determinados por rutas de la frescura que voy añadiendo a mi mapa. Y en este sentido, la evidencia es abrumadoramente favorable a la economía de mercado. Los mejores aires acondicionados, sin lugar a dudas, son los de la Casa del Libro y El Corte Inglés. Entrar en estos altares de la competitividad, el consumo y la civilización es como alcanzar verdaderos oasis en medio del desierto del verano y del socialismo . Una pausa milagrosa en la inexorable disolución del individuo en la sopa de los colectivismos.
Publicado el 24-08-2024 04:09
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